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viernes, 18 de mayo de 2012

She felt love


Como saben, soy una persona discreta y humilde. Por eso, evito en lo posible narrar mis hazañas y mis encuentros fortuitos con personajes ilustres de mi época. Pero en este caso voy a hacer una excepción.

Sucede que en 1980 cené con Donna Summer en el Suntory de Montes Urales.

Andaba yo saliendo con una niña rica. Bueno, la palabra no es “salir”. Yo era algo así como su preceptor, porque la muchacha no lograba pasar la materia de Doctrinas Filosóficas en la preparatoria. Fui el Pangloss de esta cándida niña en el mejor de los mundos posibles: su negligencia existencial y mi irresponsabilidad pedagógica.

Cierta noche de aburrimiento –agotados ambos de Platón-, la escuincla me comentó que tenía muchas ganas de cenar fuera de casa (una hermosa y vetusta mansión de Tacubaya). Me dejé llevar. Pasamos la Fuente de Petróleos, cruzamos las vías del tren y llegamos al Suntory. Llegamos, entramos y…

¡Todos se conocían ahí! En la penumbra roja del lugar, me sentí incómodo. ¿Pero qué iba a hacer? La niña rica me llevó a una mesa y me presentó a quienes ya estaban acomodados. Yo no hice caso de los nombres (un tal Rentería parecía ahí el capo mayor), pero con la agilidad de mis 25 años logré sentarme junto a una negra guapísima de ojos bellísimos y escote de ensueño. Nos sonreímos sin mucho ánimo pero con el triste agradecimiento de dos desubicados que se reconocen fuera de lugar. Aquí nos tocó vivir, parece que nos dijimos con la mirada.

Cuando se acercó el mesero y se me ocurrió abrir apetito con una cuba, ella posó su mano delgada en mi brazo y dijo con energía: ¡No! Y en inglés pidió una copa vacía, donde me sirvió de su propia bebida, no de la botella sino de su propia copa, como rogándome que la ayudara a apurar el líquido, un brebaje extraño de sabor agridulce y color de rosa (nunca supe qué era eso).

Chocamos nuestras copas, dimos un sorbo y nos sonreímos sin mucho ánimo pero con el triste agradecimiento de dos desubicados que se reconocen fuera de lugar. Como si hubiéramos hecho un pacto suicida, los dos nos unimos al barullo de la mesa y reímos y sonreímos y brindamos. De vez en cuando, la mujer repetía su ritual de compartir conmigo el elíxir que el tal Rentería le servía a cada rato. Yo lo aceptaba y lo agradecía, aprovechando para mirar sus hermosas tetas negras mientras fingía atención al ritual de la copa.

A las tres de la madrugada, nos despedimos con un beso en la mejilla.

¿Estuviste contento, Agustín? –me preguntó la niña rica al dejarme en casa.

-Sí, niña rica. ¡Qué hermosa mujer, a propósito?
-¿Cuál?
-La que estaba a mi lado. ¡Qué piel, qué ojos, qué sonrisa, que presencia de seda! ¿Quién es?
-¡Ay, Agus! ¿Cómo que quién es? ¡Es Donna Summer!

Muchos años después, supe que la mujer había tratado de lanzarse desde la ventana de un hotel pero que se enredó en la cortina y la cosa no pasó a mayores. Al leer la noticia, busqué los motivos de su intento de suicidio. No encontré nada claro. Intuí, entonces, que tuvo un arrebato de profunda nostalgia: recordó México, recordó el Suntory, recordó al muchacho delgado que estuvo a su lado todo el tiempo… y entendió que nunca más volvería a verlo.

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