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jueves, 20 de octubre de 2011

Aguascalientes on my mind

Noviembre de 2004

Viernes 5 de noviembre de 2004. Esta noche, previamente rociada de su perfume predilecto, la Tía Juanita llega al bar vestida como se le da su regalado antojo: camisa tornasolada color morado, pantalones negros con rayas de gis, saco de piel negra y zapatos de charol. Está encantadora, y así se lo hacen ver los parroquianos y los músicos del lugar; incluso Eduardo Serrano, dueño de Ruta 61, sonríe extasiado. Asmodeo, el capitán, abre los brazos desde las escaleras, aunque el temblor de su párpado derecho lo delata:

Esto es el colmo –piensa Asmodeo-, demasiado relajamiento de las costumbres: primero una bola de melenudos argentinos, y ahora… la tía se siente diva.

Desde el micrófono y atento a los detalles, el Polaco, voz principal de Vieja Estación, anuncia:

-Damas y caballeros, ya está con nosotros la Tía Juanita, que esta vez anda de chamarra de cuero, hecha una verdadera belleza.

Mauro –hijo adoptivo de Juana- es el primero en saludarla de cerca, después de bajar del escenario (pues este jovencito de sangre itálica toca el bajo eléctrico en el mismo conjunto musical del Polaco). Se abalanza hacia ella y la abraza como sólo se abraza lo que se creía perdido, como a una segunda madre:

-¡Corazón, ya te esperábamos!


Ignacio Espósito –también de Vieja Estación- la ve, sonríe, se acerca y planta un beso en su boca, el primero que recibe Juana en mucho tiempo, un beso de amor verdadero, cubierto y relleno de buenos aires.

Labios de hombre con sabor a pasto recién cortado y sal mojada de una vida intensa. A partir de ahora, muchas leyendas y mitos se tejerán acerca de la extraña pasión entre un baterista argentino y una prima donna de los ochenta, pero nadie (nadie) sabrá nunca si este gesto de ternura es síntoma del amor que no se atreve a decir su nombre o sólo ejercicio de un derecho, la libre expresión de las ideas (porque, a fin de cuentas, el amor nace como idea y, al poco tiempo, se convierte en el más dulce pecado de la carne, aquel en el que los cuerpos deciden compartir un solo espacio).


Octavio, en cambio, hombre de modales finos pero varoniles, se limita a saludar a Juana como se saludan los caballeros: sin aspavientos (se conocen desde hace treinta y tres años, y Juana lo ha visto transformarse de adolescente macuarro en refinado diletante y modelo del buen vestir –por esto último y gracias a la inspiración del Polaco, ahora todos reconocen a este guitarrista de Las Señoritas de Aviñón como el Dandy del Blues).

Adviértase, entre paréntesis y en todo momento, la ambigüedad, la androginia y la riqueza genérica que la voluntad de nuestros personajes pone en sus nombres artísticos (que nadie acuse, entonces, a la Tía Juanita de travestismo, cuando uno de los dos grupos de casa en Ruta 61 se hace llamar Las Señoritas de Aviñón).

El señor Octavio invita a Juana a golpear sus vasos de whisky. Pero la tía aún no cuenta con qué, así que estira el brazo.

Inmediatamente, recibe del mesero Abadón el primer trago de lo que será una larga, larguísima noche.

Todos saben, sin embargo, cómo es la tía: no le gusta quedarse en un solo lugar, siente que alguien está perdiendo la alegría de tenerla junto, el placer de vivir su deliciosa conversación. De hecho, su asistencia a Ruta 61, todos los viernes y otros días también, tiene una explicación muy sencilla: algo le dice que la más mínima de sus ausencias puede provocar la nada absoluta, la desaparición de todas las cosas, la muerte, la petrificación de todo ser vivo, el peligro de que Saso -es decir Eduardo Serrano- prefiera dedicarse a procrear más hijas en vez de administrar el mejor lugar de blues de los últimos tiempos.

Por eso, por su don de ubicuidad, Claudia de la Concha y Rafael Martínez han colgado en Juana un nuevo apodo: Wally, porque ahí anda, pero quién sabe dónde, aquí lo vi hace ratito, ah, no, mira, ya fue a sentarse por allá…

Anda cuidando a la novia de uno de sus sobrinos
-dice Rafa, con muy mala leche. Y es que en Ruta 61 es tradición, casi norma social, que las muchachas pretendidas por los más jóvenes presenten sus respetos a la Tía Juanita y busquen su bendición. Astutas, las niñas la hacen protectora y confidente, licencias que dan a Juana la apariencia de guardería ambulante. De ahí la malevolencia de Rafa, cuya lengua viperina no sabe estarse quieta.

En fin, que así reciben a la tía estos dos muchachos malcriados…

-¡Wally!

Y ella, que disfruta todo sobrenombre, mira con cariño el pelo de fuego de Claudia, para luego tocar con el índice su minúscula cintura:

-¿Qué es este tatuaje, niña?
-Una enredadera, Wally. ¿Te gusta?
-Pues, mira, ya veremos cuando te embaraces, muchachita, a ver si no parece que traes pintado un ahuehuete.

Hernán Silic, armonicista que se parece a Diego Armando Maradona y que por eso le dicen Pelusa, no desaprovecha el momento para tejer en el aire y para Claudia el más hermoso bordado de flores:

-¡Y, bueno, si eso pasa, seré pájaro para anidar entre tus frondas dulces y fascinantes, mujer divina!

Chulo de bonito el ribete de Pelusa, pero esta vez la mano de Dios brilla por su ausencia, así que su dribleo no culmina en gol, pues Pelo de Fuego cubre la portería con sonrojos y silencios, lo que hace a Juana perder la atención.

Después de brindar con el Dandy del Blues, la tía lo deja y va en busca de su mejor consejera, Cecilia García-Robles, mujer de Octavio y personaje legendario que en los ochenta formó Mal de Ojo, grupo de rock gótico, junto con Eric List, nieto del estridentista don Germán List Arzubide (al mismo grupo perteneció, también y a propósito, Jaime Holcombe, guitarrista y cantante que hoy es parte de Las Señoritas de Aviñón).

Como tardará en llegar a la mesa de Cecilia, pues se le cruzan las manos de otros convidados que quieren tocarla, podemos dedicar un párrafo a los bautizos que surgen en este rincón del universo.

Fue Octavio quien inició el desorden, al llamar hippies retrógrados a los miembros de Vieja Estación (con ánimo literario, la Tía Juanita mejoró el cariñoso exabrupto de su viejo amigo: caterva de hippies trasnochados, escribió ella en algún lugar de su autobiografía).

El Polaco, que se pinta solo para definir el mundo, no tardó en hacer notar al público las finas telas de que están hechos los trajes bien cortados de Octavio, y Juana resumió con fortuna los señalamientos de Ezequiel –que así se llama en verdad nuestro mentado Polaco, cuyo seudónimo tiene raíces en la historia del rugby argentino-. Desde entonces, este guitarrista obseso es conocido como El Dandy del Blues, quien, en busca de una víctima que pagara la insolencia del cantante de Vieja Estación, convenció a todos de que su amigo de toda la vida, el que nunca le ha faltado al respeto y lo venera como sólo su madre lo haría, es en realidad La Tía Juanita. Dice Octavio que estamos ante una nueva versión de la historia de Kafka (Cuando Gregorio Samsa se despertó una mañana, después de un sueño intranquilo, se encontró sobre su cama convertido en una monstruosa tía), y ante una paráfrasis de Monterroso (Y cuando despertó, el chongo todavía estaba ahí). ¡Vaya, pues, que el humor de Octavio se dé para mayor gloria de Dios!

Pero, oh, parece que Juana ya está con Cecilia. La mujer de Octavio, que comparte mesa con Gabriela Mustaros –esposa de Jaime Holcombe-, sugiere a la tía que desabroche dos botones de la camisa. Gaby no está muy de acuerdo, pero prefiere sólo mostrar una sonrisa de mujer embarazada, condescendiente y tolerante, más ocupada como está en el nombre de su futuro bebé: Tábata, si es niña; si es niño, Mateo.

¿Y si es una Fender Stratocaster? –bromea Juanita.
Se la meto por el culo –dicen los ojos de Gabriela-, y la conecto al amplificador de Elihú Quintero.

Porque has de saber, lector –y disculpa la interrupción- que lo dicho por Gabriela será una perversidad emergida de la paranoica mente de una futura madre, pero lo cierto es que se trata de una amenaza con peso, porque a esta casa han llegado, en busca de su público, diversas especies de tañedores de guitarra, infinidad de sopladores de armónica e igual número de tamborileros, la mayoría sin arte ni talento, sin memoria histórica, sin oído ni vergüenza, patéticos y cavernícolas, versátiles, fúnebres, soporíferos, desorientados, anquilosados y gordos de soberbia, insubstanciales, penajenianos, pirómanos rupestres (a propósito, el 35% de las bandas que se han presentado en Ruta 61 llevan en su nombre, sin gracia ni fortuna, la palabra blues, como si eso fuera suficiente para respetarlas y tragarnos su mediocridad cultural, intelectual y artística).

Debemos reconocer, sin embargo, la alegría nupcial de Big Band Jazz de México (se antoja escucharlos un domingo en la Alameda) y la aplicación estudiantil de Matera (q.p.d.), así como las tablas de Betsy Pecanins, la afectación lírica de Real de Catorce, la contundencia de AKA y las buenas amistades de Guillermo Briseño. Además y milagrosamente, se cuenta con gozos profundos y placeres inmensos (y esto, lector incrédulo, lo escribe alguien que no se cuece al primer hervor y que ya superó su edad oscura de falsas religiones y profetas del nopal): el refinado caldo de raíz de Las Señoritas de Aviñón, el contundente sabor a carretera de Vieja Estación, el loco big bang de la cósmica Male Rouge (sin olvidar su ombligo celestial), la maestría de X-Pression y las piernas de Claudia de la Concha.

Pero no divaguemos. Hablábamos de Jaime Holcombe, uno de los contados músicos del lugar que saben lo que están haciendo con su voz (Moondance y Mustang Sally, por ejemplo, son, cuando las canta Jaime, obeliscos de belleza que se levantan en una tierra plana cuyos habitantes creen que la laringitis, la hipertrofia de los cornetes, la hemangioma nasofaringea, la desviación septal o la sinusitis etmoidal son suficientes para cantar blues.


Juana hace caso al buen gusto de Cecilia, experta en extravagancias y singularidades (digo, su mascota se llamaba Ummagumma, que en paz descanse; así es que ya pueden imaginar los paisajes que brotan en la mente de esta mujer de sangre inglesa).

Disfruta de tu adolescencia, Juana –dice entre risas Cecilia-. Anda, pavonéate por todo el bar y déjame aquí, que yo puedo divertirme sola, con mis propios enigmas.

La tía entiende el profundo afecto que hay en las palabras de Cecilia, así que la obedece y va por todas partes, dispuesta a la provocación, mostrando un poco más de sus hermosos y torcidos vellos canos, que alguna vez su difunto esposo rasuró, sólo por diversión y para debilitar con ello la ya frágil autoestima de Juana y reafirmar una vez más la extraña idea de que en esa pareja se resumía el movimiento lésbico-gay de nuestra ciudad (no exijas explicación, lector impertinente, sobre lo que acabas de leer, porque hacerlo sería de muy mal gusto).

Tocan, como es costumbre, Las Señoritas de Aviñón y Vieja Estación, dos bandas que traen a la Tía Juanita enloquecida de los oídos. Pero la atmósfera es pesada, el ambiente está tenso. Se pasean, grasosos y deformes, varios hombres de aspecto protozoario, de esas criaturas panzonas que huelen a suadero y a semen mal dirigido o mal digerido.

Son, dicen, representantes de la autoridad delegacional.

Eduardo los recibe en la parte alta del bar. Todos tenemos un ojo al gato de la música y otro al garabato de los maleantes con placa, quienes le muestran papeles a un Saso ecuánime y valiente que lee con detenimiento hasta el último renglón de una orden de clausura.
El Polaco canta, pero no quita la mirada de los orangutanes (a veces, sin embargo, se da tiempo para enaltecer con dedicatorias la grandeza espiritual de Lalo Saso).

De nada se percatan Mauro y Tomy (es decir, Santiago Espósito, guitarrista de Vieja Estación), pues ambos acostumbran viajar al interior de sus almas mientras tocan, con los ojos cerrados, como caballos budistas que pueden meditar de pie.

Nacho tiene sólo dos intereses en su mente: mantener el ritmo y luchar contra el Buridán que anida en su corazón (Bastará decir que soy Ignacio Espósito, el baterista que mató a María Iribarne).

Termina la primera sesión de blues. Vieja Estación baja del escenario. Saso acompaña hasta la calle a los organismos unicelulares. Los meseros se cuidan de no servir lo inservible. Cecilia y Gabriela se notan preocupadas, Male Rouge sube y baja sin disimular su enojo. Pelo de Fuego quiere llorar. Abadón rompe varios vasos por andar de prisa. El Dandy fuma en paz su puro. Gaudencio limpia con un trapo la indolencia que se le escurre en la barra. La eternamente sofocada Mirsa abanica su rostro con las comandas. Jorge Escalante lame con tristeza su correa. Javier García (baterista de Las Señoritas) conversa con un hombre que duerme despierto. Rafa mantiene su sonrisa de Gioconda. Y la Tía Juanita, que bebe whisky a escondidas para sentirse importante, toma de los hombros a la tatuada inspiración de Pelusa.

¿Qué pasa, Claudia? –pregunta Juana- ¡Cuenta, mujer, cuenta!
¡Ay, Wally, van a clausurar! –responde Pelo de Fuego con lágrimas en los ojos, como si se hubiera enterado de la muerte de su profesor de tercero de primaria, es decir, forzándose a llorar. Y es que la ocasión lo amerita, hay que hacer drama, esto no puede ser, hijos de su licenciada madre -¿Y ahora qué vamos a hacer, Wally?

Wally (es decir, Juana) abraza a Claudia, es decir Pelo de Fuego. Mauro sube para buscar información. La Gioconda pide una Coca-Cola. El Polaco bebe agua. Y Las Señoritas de Aviñón suben al escenario cuando Claudia Ostos no ha llegado aún. Se arrancan a tocar las cuatro más sucias (señoritas de las orejas, cínicas suripantas). Pero el aire sigue denso y se recarga en las manos de los músicos. Tocan algunas canciones del repertorio, y al fin llega Claudia -la tariacuri del blues-, con ganas de cantar lo que tiene ganas de cantar.

Sucede que ésa ya la cantamos, Claudita
–le dice Octavio entre dientes.

¡Pues se canta otra vez, Tabito!
–responde la diva.

¡Sobre nuestros cadáveres!
–hubieran querido decir los cuatro viejos que acompañan a esta mujer divina y caprichosa.

Nadie sabe si la canción es o no repetida, porque, la verdad, pocos están escuchando: su atención anda en los pormenores de la inminente clausura. De cualquier manera, Las Señoritas siguen haciendo blues y agarrándose de las greñas. Porque Jaime se niega a tocar aquellas piezas que, desde su aprehensiva suposición, no están todavía listas o requieren de una remodelación; y Octavio se niega a prescindir de aquellas piezas que, desde su hedonista suposición, están listas para su placer personal. De pronto, Octavio da la estocada final:

-¡Pues entonces, Jaime, no tocamos nada, porque nada está listo!

Jaime se mira el pecho y nota que la sangre brota de su orgullo, así que baja indignado del escenario. Octavio mastica rabia como si tuviera en la boca un pedazo de caña; pero decide continuar e interpretar su gustada Magdalena. La Tía Juanita, dedicada a sorber su whisky entre totopo y totopo, no entiende muy bien qué pasa. Tiene oído de artillero, así que para él la música está muy linda, muy bonito lo que hacen estos muchachos. ¡Y mira, Gioconda, un nuevo espectáculo de Las Señoritas! Han logrado tocar mientras Jaime está en la barra y Claudia sale llorando del baño. ¡Esto es sensacional! Ya nada más falta que Jorge se atreva a apagar su piloto automático y decida hacer música, en vez de tocar el bajo como si fuera el mouse de su computadora.

No, tía –responde Claudia Ostos-, esto es una tragedia: me encuentro rodeada de mentes infantiles. Y lo que más me enoja es que Octavio y Jaime están viendo cómo se hunde el barco y se ponen de berrinchudos. ¡Con la bronca que trae mi marido, carajo!

Mi marido –repite Claudia, y entonces se escucha un coro de ángeles y se observa a una criatura parecida a Melchor Ocampo que ejecuta la Danza de los Siete Velos.

Son naturales los pleitos, los enojos, los resentimientos y las explosiones en cualquier grupo de personas que se reúnen alrededor de un proyecto común, y si el proyecto es la música… entonces nos encontramos ante la conjunción de vanidades, egocentrismos, diferentes conceptos estéticos y diversos grados de exhibicionismo. Pero así son las cosas, y la evolución de la especie no depende de la voluntad de los individuos. Además, qué bueno que así sea: un grupo de rocanrol (y Las Señoritas son a veces un grupo de rocanrol) es como una pareja bien avenida, cuyos pleitos internos terminan casi siempre en la cama, con besos, caricias, disculpas y promesas de seguir juntos hasta que el precipicio de las pasiones la separe.

Advertencia: lo dicho en el párrafo anterior no tiene mucho sustento en la realidad. La Tía Juanita, por ejemplo, vivió en carne propia lo que ella llama una pareja disfuncional bien avenida, y las cosas no terminaron en la alcoba sino en la separación irremediable.

¡Pero, bueno! -argumenta Juana- Los Beatles también se separaron.

All things must pass, dice George Harrison en una de sus más hermosas canciones, y la sentencia resume una certidumbre universal acerca de la fugacidad de la vida y de sus fenómenos. ¿Por qué, entonces, si lo sabemos, nos conducimos por los días con tanto apego a las pasiones y a los mismos objetos?

Tal vez porque estas perturbaciones del ánimo nos producen una singular percepción del tiempo, una como eternidad de lo fugitivo. Olvidamos que todo es efímero, líquido, sombra, ficción, vanidad de vanidades.

La Tía Juanita, que mucho sabe de ausencias, abandonos y destierros, ya no se prende tan fácilmente de los afectos ni de los accidentes del alma; prefiere vivirlos con la sensación del condenado a muerte a quien se le otorgan deseos inmediatos antes de ser entregado al verdugo. Pero, bueno, Juana es sabia entre los sabios, no puede exigirse tanta eminencia espiritual y tal estatura moral a la humanidad entera.

Somos débiles de la carne, unos más, otros menos. Dejemos llorar a las Claudias un rato, esperemos que Jaime y Octavio compongan y ajusten sus ánimos, tengamos siempre a mano nuestra FM3 para que Asmodeo no se enoje, consideremos la amenaza de clausura como gaje del oficio. Todo esto será, a su debido tiempo, una simple reja de palabras que dará resguardo a la memoria y nos sacará sonrisas tan francas y honestas como la de Hernán Silic, esa sonrisa que no es la intrigante de la Gioconda sino el gesto pícaro del Gato de Cheshire, esa sonrisa que parece decirnos a cada momento:

-Siempre llegarás a alguna parte, si caminas lo suficiente.

Cuando estas líneas se hagan, sonará el teléfono del escribidor. Será el Gato Silic, para avisar que viajará hacia Buenos Aires y que volará más contento si logra entonces llevarse una copia de las primera páginas de Aguascalientes on my mind (es decir, esto que ahora lees, lector condescendiente). El escribidor decidirá, entonces, apurarse: correrá hacia el pasado, caminará por Avenida Baja California, cruzará Avenida Nuevo León, sentirá mariposas en el estómago. Aún es buena hora, se escucha el sonido de Vieja Estación a media cuadra. El escribidor llega a Ruta 61, no saluda a los zombies que dicen cuidar los coches, abre la puerta. La Gioconda lo ve entrar y se codea con Pelo de Fuego, que suelta su alegría:

-¡Wally! ¿Dónde te habías metido?
-Si te digo, no me crees.

Hernán de Cheshire ha dejado su sonrisa sobre el hombro izquierdo de Pelo de Fuego, porque ya tiene que subir al escenario, donde Vieja Estación lidia con el poco interés del público y los ojos inquietos del Polaco, que no pierde de vista a los invasores delegacionales. Los ve salir, acompañados de Saso. Los ve entrar, acompañados de Saso. Los ve salir, acompañados de Saso. A veces reptan, a veces caminan, molocks extraviados en la superficie, con Saso a un lado o atrás, como cuidando que no vayan a comerse a la Gioconda y con tiempo suficiente para sentarse un rato y platicar con Ignacio Pineda, coordinador del Foro Alicia que ha ido a conocer el lugar. Y entre subidas y bajadas, el Polaco revienta y canta con lumbre y odio en los ojos, dedicando sus palabras a los reptiles:

Dame lo que es mío (…)¿No ves que el último que ríe es el que lo hace mejor?

¡Como si hubieran sido hechas a la medida de estos instantes, como si el cosmos cobrara sentido y tuviera su centro en la boca del Polaco! Acaso es hoy –día perruno de Ezequiel- cuando a la canción le nace el título decisivo (Sin tratos), que incluso iba a dar nombre al próximo e inminente disco de la banda, cosa que ya no fue: el álbum de nuevas canciones se llamará Todo perro tiene su día.

Todos entienden el mensaje que cobra la canción, y saben entonces que está naciendo un himno a la altura de las circunstancias (…es buen momento para pelear en la calle, dijeron los Stones; y Zappa hizo Trouble every day en 1966). Después de compuestos, algunos versos se vuelven caleidoscopios: una canción de amor (o desamor) puede convertirse en consigna de guerra. Y esta guerra la vamos a ganar, dicen los ojos del Polaco.

¡Ay, tus ojos, Ezequiel Gustavo, tus ojos! –piensa Juana, arrobada, mientras observa al Polaco contonearse en el escenario-. Cuando cantas, tus ojos son siempre una segunda voz, hablas demasiado con ellos, subrayas tus palabras, les pones comillas, las guardas entre paréntesis, las llenas de orlas doradas. Has de haber aprendido esas maneras pizpiretas de tu madre: de sus ojos te robaste la sintaxis de la córnea, la puntuación del iris, los adjetivos de la pupila y la conjugación de los párpados.

Esta noche, sin embargo, los ojos del Polaco incendian lo que miran.

Lalo Serrano consulta a Ignacio Pineda, que algo ha de saber sobre amenazas de clausura. Luego, pasada la medianoche, los ánimos parecen calmarse, pero Saso se resiste al cierre y se niega a firmar cualquier papel que lo comprometa (su abogado lo ha convertido en todo un kamikaze). Por si las moscas, se pide discreción con el disimulado consumo de alcohol. Eso pone de malas a Agus, quien ha dejado de ser la Tía Juanita y a quien le repatea beber whisky en vaso jaibolero.

-Bueno, Gaudencio, me lo tomaré como si pareciera refresco de manzana; pero llena mi anforita, porque el camino es largo.
-¡Oye, Agus, está padre! Yo tengo una, pero más chiquita. ¿Cómo dices que se llama?
-Yo le digo anforita, pero también se conoce como petaca. Mauro la llama mamila.

Mientras el torpe barman cumple el deseo de Agus, Las Reconciliadas de Aviñón cierran el espectáculo y la sonrisa del Gato Silic recita fragmentos de su Filosofía de la Desventura a Pelo de Fuego.

-Vos amás a quien no te ama, y éste por otra alcoba sufre sin consuelo; yo te quiero y no me adorás, alguien me busca y yo me escapo; ay, corazón, qué mundo tan al revés.

En ese preciso momento, a las tres de la mañana y después de limpiar las mesas del bar, Malena salta y trepa a Santiago el Vehemente, lo besa en la oreja, lo llena de mimos, lo muerde, lo absorbe, se unta en él; pero Tomy no interrumpe su animada conversación con Octavio y Jaime, hasta que Male la Rampante encuentra las palabras mágicas:

-¡Ya llegó el autobús, pupito! ¡Ay, cómo te quiero! ¡Te adoro, eres mi cielo!

El guitarrista de Vieja Estación la mira convencido y aprovecha el despliegue de amor para levantar su vaso, dentro del que dos hielos se derriten de tristeza.

-Si tanto me querés, ¿cómo se explica el inmenso vacío de este cristal?

Dagas salen de los ojos de Male, pero Tomy no alcanza a verlas porque ahora un mundo de gente se cruza entre él y la devoción maltratada de una Fonrouge (que es noble apellido de esta mujer).

De seguro soy descendiente directa de Julio Nicolás Fonrouge de Lesseps –dice entre dientes Malena-, el valiente coronel de marina que hasta calle tiene en Buenos Aires. ¡No merezco esos tratos, y menos de un…!

La última palabra de Male se pierde entre sus dientes y el mundo que ha decidido subirse ya al autobús. Todo está listo para la partida hacia Aguascalientes, y la alegría general contrasta con el llanto contenido de Pelo de Fuego, a quien Saso ha notificado que Matera, la banda en la que ella canta, tocará hoy mismo, en la noche, y que por eso no viajará en esta ocasión.

-¡Aaaahhhh, no es justo, no es justo!

Y con ese negrito en el arroz, los viajeros se dejan fotografiar antes de dejar tierra firme.


Mauro y Male saludan desde la puerta del camión. En la calle, todos reciben whisky de la petaca que Cecilia y su señor esposo trajeron de Madrid para Agus. Dentro del bar, Tomy abraza a Jaime y ventila dogmas con el Dandy, quien se da tiempo para enterarse del improvisado litigio, por boca de Lalo Serrano, quien a su vez también consuela a Pelo de Fuego y termina de conversar con Ignacio Pineda.

Abrigado como para subir al Popocatépetl, a pesar de haber consumido tres vodkas y una orden de quesadillas de papa, Raúl de la Rosa espera la partida. Nacho, a veces apoyado por Tomy, acomoda en la parte baja del camión los instrumentos y las maletas (en muy particulares momentos de la vida, el baterista de Vieja Estación sabe tomar decisiones y resolver problemas colectivos). No falta el retrato de familia, al lado del autobús. Y, después de posar con Mauro para la cámara, Agus, que está en todo, platica con Saso sobre la extraña distribución de cuartos en los hoteles a los que han de llegar:

A ver, explícame –demanda Agus-. En el Hotel Villa Manzanares hay una habitación para Las Señoritas de Aviñón. Sin embargo, en el Hotel Villa San Marqueña apartaste también habitaciones para Jorgibus, Octopus y Yeims.

¿Algún problema, Agus? –pregunta Eddy Serrano con tono de no me rompas las pelotas (frase argentina que heredó del Polaco).

Mira, Lalo –responde Agus el Sereno-, si Pitágoras tiene razón (y no hay razón para no tenerla), Javier García dormirá como narco de Tijuana y brincará sobre tres camas matrimoniales.

Saso, que goza de su recién adquirido acento porteño, reúne en un solo punto los dedos de la mano derecha y suelta una explicación convincente:

-¡Eres un boludo, Agus, con todo respeto! A Javier no le aparté una habitación, sino una sala de conferencias. Ahí expondrá durante seis horas su tesis sobre La influencia de Trini López en la obra de Roger Waters.

Saso enrojece de la risa y a Agus le tiemblan los bigotes en su intento de no soltar la carcajada. De cualquier manera, el señor Serrano garantiza a su pitagórico amigo que éste dormirá en un hotel tres estrellas completamente nuevo, con todos los servicios y ubicado a seis cuadras del Villa Manzanares.

La voluntaria elección de los asientos en el autobús expresa con claridad el carácter de los viajeros:

Área maternal
Sección de Adultos
Zona psicodélica

En el primer departamento, Claudia Ostos acomoda el entorno de tal manera que sus tres hijas –Fernanda, Karina y Ana Paula- no se enteran de la realidad social, moral y lexicológica que bulle a sus espaldas, una realidad rica en vicio y desenfreno, pero debidamente contenida por la prudencia y los buenos oficios de Lalo, que recorre el camión por el pasillo y cumple con diligencia su condición de Señor de los Serranillos.

Pero Karina sospecha que el mundo es más grande que el hueco formado por las alas de la Gallina Ocampo, su madre, así que toma una decisión que en el futuro servirá de explicación biográfica a los reporteros que cubran el Grammy Awards 2024, donde la hoy niña será premiada como Reina del Blues: a diferencia de sus hermanas, Karina no bajará en Querétaro sino que acompañará a la troupe hasta Aguascalientes.

En medio, yacen los cuerpos rendidos de Nacho, el Polaco, Javier, Mauro, Jaime, Jorge y Lilián. Duermen por múltiples razones: falta de vitaminas, agotamiento laboral, tendencia a la evasión o imperdonable desconocimiento de la realidad social, moral y lexicológica que bulle a sus espaldas, una realidad rica en vicio y desenfreno, debidamente auspiciada por la irresponsabilidad y las malas artes de Lalo, que recorre el camión por el pasillo y cumple con diligencia su condición de dealer y cínico proxeneta (¿no ha sido Saso el principal explotador de Las Señoritas, amantes del arte que no cobran por sus favores?).

Last but not least, en la cola del camión, la vida florece en torno a Mahatma Néstor, sabio maestro de un mundo paralelo donde la hilaridad es brote que cunde por todos los jardines, rociados con Agua de Risa y Aceite de Algazara.

Fueron los hippies trasnochados de Vieja Estación –junto con Male Rouge y Hernán de Cheshire- quienes introdujeron de nuevo a Mahatma Néstor en el concepto de sano esparcimiento de algunos habitantes de Ruta 61, así es que de ellos será la culpa cuando la Gioconda –que en estos momentos ha encendido su cámara de video- empiece a llevar el cráneo de su tío muerto al Hoochie Coochie Bar; y culpa de ellos será también cuando Saso empiece a pedir a Tomy que se eche Mi música y mi fe a la manera de Iron Butterfly. Néstor hace de la cola del autobús un paisaje alegre donde Bob Ross toma el pincel preferido y, en arrebato de deseos, decide pintar una cascada feliz.

Usamos un poco de amarillo ocre –susurra Bob-, y rebajamos su intensidad con blanco de zinc. Así, así, muy bien. Esta cascada tiene espíritu de ave canora. Escuchémosla mientras el pelo de marta de nuestro pincel la inventa y la acaricia. Se me ocurre que, ¡oh, sí!, podemos suavizarla más para dar al líquido que cae de entre las rocas mohosas su verdadera naturaleza,

No es agua sino un delicioso J&B extraído de Ruta 61.

Mahatma Néstor se desnuda y se baña al final de la catarata. El maestro cierra los ojos e inclina hacia atrás la cabeza. El whisky cae entonces sobre su rostro. Néstor sueña que viaja por la carretera dentro de un enorme autobús que corre con dirección a Aguascalientes. El whisky se escancia en vasos de plástico, besa labios despiertos y es apurado entre risas, hasta que la afortunada combinación de Mahatma Néstor y J&B da a la expresión de los insomnes la tranquilidad y la placidez del gozo y la satisfacción del ánimo. Dos de ellos, sin embargo, han caído dormidos sin disfrutar de la afortunada mezcla: Raúl de la Rosa y el Dandy.

Male
aguanta un poco, pero no tanto como quiere. En un descuido, Bob Ross se ahoga en el excusado del camión (eso explica que, a partir de ese momento, del baño se desprenda una fétida mezcla de orines y pintor feliz, tufo que permanecerá durante todo el camino). Los otros, en cambio, bailan alrededor del sabio hecho humo: Tomy, el Gato Silic, la Gioconda, Saso y Agus.

¿Quién mató a Bob Ross? –pregunta algún inquieto.

Nadie responde (¡Fuente Ovejuna, señor!), así que Hernán de Cheshire decide amenizar con su armónica la noche y toca –o intenta tocar- Amanecer de un ejército vencido, hermosa melodía compuesta por Agus en Ruta 61, durante las primeras horas del sábado 28 de agosto de 2004, precisamente después de que todos celebraran el cumpleaños número 48 del Dandy del Blues y de que Mahatma Néstor oficiara una de sus primeras misas en Ruta 61.

Y mientras escuchamos al Gato Silic, ¿qué tal si volvemos a esa noche de agosto, uno de los primeros afterauers de Ruta 61?

Un oaxis en el desierto, así lo llamó Malena a las 04:39, cuatro minutos después de haber sido registrada una visita de Tomy al baño del bar y de que Saso demostrará reflejos y buena memoria, al llevar la plática hacia el tema tratado a las 02:27: los adverbios de Big Bang Rouge.

¿Cómo dijiste, Male? –preguntó Mauro a las 03:16, entre un ataque de risa (y su risa contagió a todos los presentes, excepto a Saso, que, después de retomar el asunto, a las 05:15, tendió su cuerpo en medio del escenario y, sin decir agua va, perdió la conciencia).

¿Cómo dijiste, Male? –volvió a preguntar Mauro a las 03:11, ahogado en su propio Néstor.
¡Homo-sexua-li-damente! –remedó Tomy a las 04:37.
¡Calláte! –gritó Male, retadora, mientras Agus anotaba: Yacía su cabeza sobre la mesa. Y es que Saso despertó, salió del escenario, trastabilló hasta el centro de la reunión y dejó caer su jeta sobre la mentada mesa, exactamente a las 05:14, cuando Agus escribió:

Lalo es quien menos tiempo ha estado ondesteish, por…

…y aquí es donde la futura censura tomará las tijeras y encargará a la imaginación la explicación de tan fugaz estancia en el escenario.



... Lalo, el mismo que viaja ahora en el autobús con sus amigotes y su familia, y que en este preciso instante sale del baño y se vuelve sospechoso de asesinato: todos los despabilados –incluido Mahatma Néstor- vieron cuando Bob Ross entró al privado, y también fueron testigos de un movimiento semejante de Saso.

Pero hay una duda razonable, parecida a la filosófica del huevo y la gallina (mal momento para hablar de gallinas): ¿Quién fue primero, Eddy Serrano, proxeneta, o Bob Ross, pintor feliz?

Si revisamos la edición sin cortes Aguascalientes on my mind, la película, observaremos la nítida escena en la que Lalo abre la puerta y sale del excusado. ¿Qué vemos? El gesto mustio y la mirada turbia de quien no las tiene todas consigo, de quien algo debe; su mano derecha, además, no logra esconder un elemento agravante: es Néstor, aunque menguado, acaso cómplice de asesinato en primer grado con intención dolosa. Para colmo, Raúl de la Rosa, que no duerme sino sólo se halla concentrado en la música de sus audífonos, dice, con su acostumbrado gusto por el breviario cultural y la anécdota de largo aliento:

-¿Sabían ustedes que el vocablo “asesino” tiene origen árabe? El assasin es el consumidor de jashís, simpático primo de Néstor.

Pronunciada la palabra jashís y como impulsado por un resorte, aparece, del otro lado de la ventana donde Agus recarga su atolondrada cabeza, el médico vienés Theophrastus Phillippus Aureolus Bombastus von Hohenheim

Preguntarás, lector, cómo es posible que un hombre flote, vuele o corra a la vera de un camión que, a su vez, avanza a ciento veinte kilómetros por hora, con rumbo a Aguascalientes. Querrás averiguar cómo es que ese hombre del siglo XVI tiene la capacidad de escuchar la conversación que se da dentro del camión y que, para colmo de aptitudes, entiende y habla la lengua de los nativos. Con gusto lo haré, apenas tú me describas con lujo de detalles el mecanismo que permite a tu mente ver un chifonier cuando yo escribo la palabra chifonier, y el tejido de emociones que surge dentro de ti cuando digo que te amo (es un decir). ¿O es que quieres que también nos metamos con los tormentos de Leibniz (¿Por qué existe algo en lugar de nada?) y con su insatisfactoria respuesta. ¿Sí? Sale, pues.

Don Godofredo afirmó que un ente necesario lleva en sí mismo su razón para existir, y es razón suficiente para la existencia de todo el ente contingente.

Bueno, entonces ya estuvo: Theophrastus Phillippus Aureolus Bombastus von Hohenheim es, para esta historia, tan necesario como el universo desde el que me lees, confiado como estás de que dicho universo no desaparezca o de que no se trate de una ilusión óptica y psicológica provocada por el golpe que recibiste esta mañana de tu amo (ya sabes que ese viejo neurótico no soporta que ladres cada vez que escuchas a la vecina bajar las escaleras; pero tú no entiendes). Y si no estás contento con este párrafo, ve y pídele a G.K. Chesterton que te diga por qué vuelan las brujas. Mientras, dejemos ser a Bombastus, que no resiste las ganas de intervenir:

-En humo o a dosis ingeridas, el jashís proporciona éxtasis místicos, diabólicos o extremadamente eróticos, según la moralidad o mentalidad del individuo que lo usa. Comparado con esta cosa, Mahatma Néstor es apenas una hierba propedéutica.

Pues ni tan propedéutica, maestro Bombastus –señala Tomy, dispuesto a la discusión teórica sobre asunto de estupefacientes-. Ahora que, si juntamos a los primos, esto puede saber más rico que un alfajor.

Sí, sí, eso mismo me pasó –interrumpe Raúl de la Rosa-: una reunión de familia, durante mi estancia en Marruecos.

¿Estuviste en Marruecos, Raúl?
–pregunta Agus, que de viajes poco sabe y que, por eso, se arrejunta con los cosmopolitas del barrio, a ver si algo se le pega.

-Sí. ¿Les platico?


Por favor
–pide Bombastus, acelerando su vuelo para que el camión no lo deje atrás.

En close up, el rostro de Raúl pierde claridad y todo se vuelve sepia.

Disolvencia para flashback
: un joven somnoliento bebe zumo de naranja en la terraza del Café Glacier.

¡Estamos en Marruecos!

Mientras el sepia da paso al atardecer, escuchamos un gnaoua de Moulay Alí: pequeños tambores y castañuelas metálicas dan ritmo a una melodía irrepetible que evoca el canto andaluz en los oídos occidentales. Sin irse del todo, baja la música y queda en primer plano la voz de Raúl en off.

Voz en off (Raúl de la Rosa):

Rosas eran los crepúsculos de Marrakech, y los muros de sus mezquitas se volvían teatro de sombras: se agigantaban y se abreviaban, se doblaban y desdoblaban, unas abultadas y corpulentas, delgadas otras, como si jugaran con la luz del sol moribundo que untaba su grito de sangre sobre las paredes tibias de las viejas plazas.

Estaba frente a una de ellas, en 1973, preguntándome por la futura y extraña desaparición de Bob Ross, la que según mis cálculos ocurriría treinta años después, aproximadamente.

No conocía, por supuesto, a Mr. Ross, y seguramente su nombre no se pronunciaba más que en Daytona Beach Florida, aunque quién sabe, porque somos casi de la misma edad; de hecho, le llevo dos años. Sin embargo, había en mi corazón una certidumbre que me inquietaba y me hacía perder el sueño:

En algún momento del próximo siglo,
un pintor feliz morirá
ahogado en el baño de un camión,
rumbo a Aguascalientes
.

De hecho, esa previsión desmedida y fuera de control fue la que me arrastró hasta Marruecos, donde deseaba olvidar mi dolorosa nigromancia. Allá, sentado en el Café Glacier, podría deleitarme la vista con la plaza Jemaa el Fna, disfrutar de ese pincho moruno que me supo a jardín (al-Janna-Janna de los sumisos) y borrar de mi mente tan negros augurios.

Me había quedado de ver en el Café Glacier con Mohamed, un berebere al que conocí en una tienda de alfombras rojas y azules, muy cercana a la mezquita de la Kuturia (me recomendó, en cualquier caso y sin miramientos, exigir precios más bajos, cosa que hice con el mayor de los gustos, pues bien que dominaba yo el fino arte del regateo, tan arábigo como chilango, tan suyo como nuestro). E hicimos migas, no en español, no en tamazight ni en inglés, ¡sino en francés! Ne me croyez pas, pero ansina jue, con esta boca mía que no distingue entre el mar y la mierda.

¿Connaissez-vous notre auteur Kaddour Ben Ghabrit? -me preguntó Mohamed al salir de la tienda de alfombras.

Gui, naturalemán. Setiun bel buatiug -respondí con firmeza, sin entender qué tenía que ver en nuestra amistad la industria automotriz marroquí.

¡Ah! –me dijo un Mohamed entusiasmado- ¿voulez-vous aller a une fête de mariagge?

¡A poco!
–solté sorprendido-. ¿Tacos de machaca en Marruecos? ¡Pues, sale, qué carambas! ¡Tons pagtons!

Partimos, entonces, hacia el barrio de Massira, gozando de los naranjos, no tan pardos como los gatos sino que enseñando aun de noche sus ganas de verde. Al atravesar un angosto callejón, se me antojaron los caracoles servidos en la mera calle, como acá nuestro suadero y nuestro necesario papaloquelite. Pero Mohamed me prometía mejores sabrosuras.

Y así fue que, sin saber cómo, llegué a la fiesta nupcial de la hija de un amigo de Mohamed. Este amigo resultó ser caballerango de un sultán, así que tenía dirjames para dar y regalar, y el reventón fue exactamente como mi infancia no resuelta lo pudo haber imaginado.

A pesar de su discreción, respetuosa de la autoridad masculina, los cuerpos de las mujeres despedían un delicioso olor a jabón reciente (Mohamed me explicó que el día anterior a cualquier boda, la novia, su madre y sus más íntimas amigas visitan el Haman, o baño público), y no pude evitar la imagen de muchachas desnudas cubiertas por vapores blancos, espuma entre las piernas y aceites luminosos en sus nalgas. Tracé en el aire un poema que ya luego no transcribí. Sólo me acuerdo de los primeros versos, que me salieron al pensar en lo indecible:

¡Ay, aceitunas verticales!
Niñas mojadas de labios comestibles…
¿Quién puede vivir sin ustedes,
fuera de ustedes,
asustadas de mi vida?

Desde mi lugar, observé a Fatiha, la desposada, envuelta en siete vestidos y sentada en un elegante kursi, esa silla que dio nombre a lo ridículo, pero que en ese momento cobraba el saldo de lo sublime.

Fatiha
miraba con la tierna altivez de sus emociones encontradas, y un delicado tatuaje remedaba en sus manos arbustos de Argán, con sus hojas diminutas y sus flores de color amarillo verdoso (el tatuaje se repetía en sus pies descalzos, apenas asomados bajo faldas multicolores y un caftán de lujo). La curiosidad me inclinó hacia Mohamed, cuya túnica color de durazno contrastaba con la riqueza cromática de los anfitriones. Mi amigo me habló –como siempre, en francés- del henna, un tinte natural que se usa para dibujar en la piel las alegrías y la suerte que se le desea a la joven.

-Fatiha pidió hace dos días que su tatuaje reprodujera la planta sobre la que, en 1965, vio flotar a un varón sonriente cuya mano derecha sostenía, en vez de alfanje, un pincel manchado y goteante de óleo.
-A ver, a ver, ¿qué dijiste, un pintor?
-Sí, supongo que el pincel de cibelina lo delataba. Pero eso pudo ser un disfraz, ¿no crees?
-Supongo.
-Todavía hoy, Fatiha afirma que fue el arcángel San Gabriel quien se le apareció, confundiéndola con Jadicha, la primer mujer de Mahoma.
-¿Y dejó algún mensaje?
-Sí, claro. Escucha, porque en este momento los músicos cantarán la canción compuesta por Fatiha con las palabras del arcángel.
-¡Pero yo no entiendo la lengua, Mohamed!
-Ahora la entenderás.

Como un cante jondo, se soltó la melodía, en medio de rabeles, laúdes, mandolinas, flautas y panderetas. Los chiuks y las chikhates nos invitaron a seguir el ritmo con las palmas de las manos. Y ahí me tienen, arrobado, aplaudiendo y entendiendo todas y cada una de las frases:

Deléitate, Jadicha, amada de Ahmad,
goza de este mundo, y toma tus errores
cual accidentes venturosos.
De ti deseo pinturas felices, así que
deja la tristeza para otros mundos.
Aquí, conmigo, todo es posible.
Soy tu pequeño universo.

Sentí frío en el estómago y un espasmo que sólo yo percibí me sorprendió en medio de la canción, no por la gracia milagrosa de la epifanía islamica que tradujo el tamazight a un español claro aunque rudimentario, sino por la inevitable relación que encontré de súbito entre el fenómeno vivido por Fatiha y los oscuros motivos de mi estancia en Marruecos.

Pero salí de mi congelado anonadamiento, porque ya nos servían las ricas viandas y el licor de menta.

Por ser la ocasión tan especial, pude probar el más exquisito de los vinos y un cuscús de poca madre, después de haber usado el aguamanil y de escuchar la bizmilla del padre de la novia, la que de plano no entendí, aunque supongo que fue tan aburrida como los discursos que tenemos que soplarnos en nuestras tierras en boca de suegros celosos que dejan ir entre líneas dos o tres advertencias y varias amenazas.

Para amarrar en el cuerpo los manjares, acepté fumar de una pipa colectiva que fueron pasando de mano en mano, sin saber que se trataba de…

-¡Oh, claro! –subraya Bombastus, que nos saca a todos de Marruecos-, la fascinante mezcla de Néstor y la pasta hecha con la resina prensada que segrega la parte florida del cáñamo hembra. Mas… ¿cómo fue posible?

-Es que Mohamed no me lo advirtió, y yo pensé… no sé qué pensé, pues el canto gutural de las mujeres me envolvía en un aturdimiento sensual y en el deleite morboso del alma y de la carne.

La Gioconda redobla su sonrisa, con el interés de su curiosidad malsana:

-¿Y luego…?

Pues nada –sigue Raúl-, que viví la abundancia del color en el bienestar de mis ojos y de mi piel, en esa atmósfera de bereberes pachecos. De pronto, los tambores de los músicos y la algarabía de las damas sedujeron a Mohamed, quien se levantó de su mullido almohadón y me invitó a bailar. Ahí fue donde de veras temí por mi integridad física, tan celosamente cuidada durante años y ahora tan expuesta a los caprichos del África septentrional.

¿Habrá sido eso lo que te llevó al blues? –pregunta inocentemente el Gato Silic.

-¡Pues ve tú a saber, mi querido Hernán, ve tú a saber! La cosa es que no puedo ver el dedo amenazador de Chester A. Burnett ni escuchar su aullido de lobo en celo sin recordar a Mohamed. Soy, qué quieres, pudibundo y vacilante.

Bueno, Raúl –aconseja Hernán-, es cosa de nunca perder el sentido del gusto. A mí, por ejemplo, no me verás meter a cualquier mujer a mi cama… y menos a un hombre, por más borracho que me encuentre.

No digas de esta agua no berebere –masculla la Gioconda-. Ya veremos cómo te las gastas en Aguascalientes. Pero sigue, Raúl, sigue. ¿Aceptaste la invitación a bailar?

Confieso que he vivido –suelta Neruda de la Rosa-. Ya estamos en esto, me dije, y que venga lo que venga. ¡Tampoco me iba a hacer de la boca chiquita! Así que me levante y, entusiasmado por el ritmo y el sonsonete de nuestros antiguos padres y nuestras viejas madres, saqué de la profundidad de los abismos mi Tongolele de pacotilla.

¿Cómo es eso? –pregunta el Dandy del Blues, que ya se despertó con tanto parloteo.

-Así, así: un poco de Yolanda Montes y un poco de Celia Cruz. Porque si alguna vez bailaste salsa y danzón en el Salón Colonia, un bodorrio en Marrakech te hace los mandados. ¿Pero me dejan terminar mi historia?

Bailé con destreza inconcebible, sintiéndome Adalberto Martínez en el Follies, tanto que en mis venas hervía su sangre de resortera almorávide. Y mientras bailaba, reconocí, cual atascado Baudelaire, tres momentos inmediatos a la cosa fumada (dos toques, oscuros y cavernosos como el Jungle Swing de Willie Dixon). Primero, me reí sin motivo y en absoluto silencio.
¿Han visto a Mauro cuando, al despertar, inclina la cabeza hacia atrás y abre una boca alegre, como Buda divertido? Pues así estaba yo, aunque con un gesto de Mike Myers en su papel de Wayne, lo que preocupó a Mohamed, quien prefirió sentarme en el rincón más cercano, al lado de un diván y a la orilla de una estera morada. Ahí seguí con mi risa absurda e irresistible, sacando a cada a rato al más grosero de mis españoles y encontrando en los movimientos más simples causas de mayor regocijo. Luego, salió de mí el Raúl lingüista, y encontré entonces la fórmula perfecta para que mi francés se entendiera en tamazight: combinación de sílabas pronunciadas como trabalenguas. Al rato, llegó el segundo momento: una sensación de frescura en las exremidades y una muy grande debilidad. Incapaz de caminar pero dotado para hablar en la lengua del lugar (pues mis sentidos adquirieron una finura y una agudeza extraordinarias), fue entonces que me dirigí, casi a gatas, al kursi donde se hallaba sentada Fatiha. ¡Y llegué al tercer estado, el descubrimiento del infinito en las manos de la novia!

Desde las alturas y ante mi insistencia, y ya que el novio andaba bailando con sus cuñados, Fatiha me describió, con lujo de detalles, lo que vio a los doce años:

-Era sábado, me acuerdo, y muy de mañana decidí pasar el día en La Menara, porque en ese inmenso jardín los olivos y los alcornoques eran tan lindos que servían de inspiración a las mocosas que andábamos en busca de motivos para nuestros dibujos escolares. Pero antes de llegar al enorme huerto y mientras brincaba mi alegría inocente sobre el camino de tierra caliza, un pequeño argán llamó mi atención: sobre su extendida copa, la figura de un joven apuesto, de pelo ensortijado y rojizo, levitaba de cuclillas…
-¿De cuclillas?
-Sí, estaba como haciendo del baño, desnudo de la cintura para abajo y con un extraño alfanje en su mano derecha.
-Sí, sí, ya me contó Mohamed. No era una daga, sino un pincel.
-Pincel, navaja o tenedor, la cosa es que con ese objeto, del que caían gotas azules, me señaló, para decirme palabras sobre la felicidad y la importancia de conservarse inocente y pura. Pero no pronunció mi nombre, sino el de otra mujer. Yo no soy Jadicha, señor, le advertí temblorosa y con mucha pena, pues no me gusta ni me da risa agarrar en trance a un pobre hombre en tales menesteres, así tenga la gracia del pájaro y la fortuna de los ángeles.

-Oye, ¿y estabas sola, nadie vio lo que tú viste?
-Néstor, mi hermano menor, se había adelantado y nunca supo de mi visión. De hecho, lo que te voy a contar es muy triste: después de ese día, nunca más volví a ver a Néstor. Me tranquiliza saber, por lo que cuentan en Massira, que mi hermanito se convirtió en un santo verde que predica al mismo tiempo en lugares distantes (lo han encontrado en Guagadugu a la misma hora que en Buenos Aires y al mismo tiempo que entre los soldados de tu país).

-Y, bueno, después de hablarte, ¿qué hizo la aparición?
-Fue desapareciendo, con un rostro dolido, como de alguien que es asfixiado. Ya sólo escuche una palabra, articulada con la angustia del ahogo.

-¿Y la palabra fue…?
-¡Saso, Saso, Saso!, balbuceaba el inconforme. No entendí y sigo sin entender. ¿Qué quiso decir, don Raúl, qué quiso decir?
-Ene pe i.
-¿Perdón?
-No sé. No tengo la menor idea.

Lo que sí tenía era el mayor de los sustos, no sé si por la historia que me había sido revelada en ese momento o porque andaba en el horno. El lugar de la fiesta cobró inmediatamente una apariencia monstruosa de figuras desconocidas que se deformaban y se transformaban, y entraban en mí o yo en ellas.

Me sentí rodeado de cosas silentes. Algunas, iban y venían; otras, simplemente estaban ahí. Una naturaleza exuberante, tan presente como lejana; universo intempestivo de seres ubicuos; entes materiales y entes de razón, seres actuales y seres en potencia de ser, sincretismo de todo: las jirafas alzaban el vuelo, asustadas por leyes matemáticas que llegaban al caer la tarde; tres sílfides revoloteaban sobre mi cabeza, mientras un campesino se espantaba los serafines y lanzaba piedras a los nenúfares que flotaban sobre una alfombra, de la que emergieron vaporosas las hijas de mis nietos; una pareja de sonatas ciegas perseguía al Gato Félix, que huyó entre la multitud de Guagadugu y fue rescatado por Ringo Starr; y una mañana de abril se bañaba desnuda en el Usumacinta; reyes, columpios, rinocerontes, tumbas, miedos, poetas, atletas, insidias, chicles, dulces, chocolates, levantamientos armados y calcetines sin par.

Los sonidos se volvieron colores, y los colores acabaron convertidos en música, cuyas notas tomaron el aspecto de números, con los que resolví el mundo en cálculos aritméticos. De pronto, me vi sentado en el kursi de Fatiha y perdí la proporción del tiempo y del espacio. Al final, como una tercera fase, entré en el kief, la felicidad absoluta, la inamovible beatitud. Ya no me importaron visiones pasadas, razones nupciales o motivos de viaje. Sólo me quedé con la inquietud de saber quién era Saso.

Es todo lo que recuerdo.

El silencio envuelve la parte posterior del camión, que sería un sepulcro si el motor también callara. Raúl vuelve a sus audífonos y Octavio se hace ovillo. Los despiertos miran a Lalo, pero nadie se atreve a pronunciar una sentencia; se buscan, mejor, salidas a través de la duda.

-Que el aparecido haya pronunciado el nombre de don Lalo –aventura Bombastus desde la ventana- no condena automáticamente a Saso. ¿Qué tal si, al momento de ser maltratado y llevado hacia la muerte, Mr. Ross hizo su última llamada de auxilio? ¿Qué tal si Saso era su salvador?

Por otro lado –interrumpe Tomy-, me parece muy pero muy extraño el asunto del hermano menor de Fatiha. No puede ser otro más que Mahatma Néstor.

Esto es muy raro
–dice Agus el Dormido-. Something is rotten in the state of Denmark.

¿En Dinamarca?
–pregunta Gioconda la Aguda-. ¡Más cerca, güey! Algo apesta en este baño, y el aroma va a despertar a los más cansados.

¡Vale madres!
–dice Tommy, que ya aprendió a hablar en náhuatl y que quiere cambiar de tema, tal vez para proteger de mayores sospechas a su querido Saso-. Ya es hora de que yo aprenda a tocar la armónica. Hernán, esucháme: vos vas a ser mi profesor de armónica.
-¿Cuándo querés comenzar, boludo?
-Y… en este preciso instante.
-¡Pero, che, mirá que son las tres de la madrugada! Vamos a despertar a Jorge… y ése es capaz de echarnos una manita.

-¡No me rompas las pelotas y dame una armónica!

¿Qué sucede?

Ese blues, la más primitiva forma de lanzar el dolor de la vida, la herida siempre abierta del alma, el grito y el mito, ahí donde los noctívagos regresan a la caverna profunda de su melancolía.

El Gato Silic y su aprendiz de hechicero, Santiago Espósito, tocan a dúo maderas y pequeños fierros de los que salen quejidos vegetales, lamentos minerales, divinos. La naturaleza se despierta y dice las grietas que le van naciendo a la vida.

La armónica es un oso hormiguero con los dedos pegajosos -piensa Agus, mientras cierra los ojos para deleitarse con las plateadas notas de dos argentinos en vela. Agus cree reconocer You gotta move, así que decide gemir aquella melodía tantas veces escuchada en uno de los mejores discos de los Stones (es incapaz, sin embargo, de reproducirla fielmente, lo que explica la posterior descripción de Octavio: Pensé, entre sueños, que Agus era salvajemente atacado por dos violadores otomíes entre los garambullos del campo).

Por su parte, la Gioconda registra en video fragmentos de ese momento glorioso en la historia de la música: Mississippi Fred McDowel a las afueras de Tepozotlán.

Un tlacuache despierta y levanta la cabeza, para escuchar ese blues y ver pasar el camión sobre la carretera México-Querétaro.

Ya se aleja Mahatma Néstor, con su euforia y su liviandad. Ya se va volando Bombastus, sin aspavientos. Ya vuelve el tiempo a medir sesenta segundos por minuto, y los mensajes secretos de la vida regresan a sus escondites.

El silencio se tiende sobre el arrullo del motor -a la sordina, por gracia de oídos tapados, cuyos dueños hace rato que perdieron la conciencia-. En los tres departamentos del autobús, todos duermen sobre la honda serenidad de sus almas (nadie se dio cuenta de la escala hecha en Querétaro, donde Fernanda Serrano Ostos fue puesta provisionalmente en manos de su tío Enrique), hasta que el sol pega de lleno sobre los párpados cansados de tanto músico trashumante. Las televisiones han sido encendidas y por las bocinas se escucha un anuncio de Pollitos en Fuga:

-¿Sabes qué hacen las gallinas cuando no las ven?

¿Quién puede pensar ahora que la pregunta cobrará nuevo sentido dentro de un mes? A ver quién se atreve entonces a formularla frente a Saso, el maldito boludo, como no se cansará el Polaco de decirle. Ahora, la inocente pregunta sólo tiene un lado incómodo: el recuerdo de un enigma, la gallina y el huevo… ¿Quién fue primero al baño, Eddy Serrano, proxeneta, o Bob Ross, pintor feliz?

Y como ya gastamos muchos kilómetros en la búsqueda de una respuesta, mejor adivinemos la inoportuna y última intervención de Agus en el camión, inmediatamente después de haber escuchado la voz de las bocinas (¿Sabes qué hacen las gallinas cuando no las ven?).

¡Se la pasan c…! –grita Agus, como si aún fuera una vulgar y pecaminosa colegiala expulsada del Instituto Miguel Ángel. Y si la última palabra de la inconveniente expresión se pierde entre el bullicio de la llegada, lo cierto es que la Gallina Ocampo no es tonta, y pone otro huevo de enojo sobre el colmo de sus enfados. Mientras, Male ruega por un poquito de silencio.

Son las diez de la mañana en la Ciudad de Aguascalientes, la otrora Villa de Nuestra Señora de la Asunción, hija consentida en el reino de la Nueva Galicia, convertida a mediados del siglo XIX en estado libre y soberano por obra y gracia de Su Alteza Serenísima, Antonio López de Santa Anna, y hoy –en tiempos de la República- gobernada por don Luis Armando Reynoso Fermat, varón de las filas conservadoras.

En una de las esquinas donde se tocan los bulevares José Ma. Chávez y Aguascalientes Sur, muy cerca del parque ecológico Rodolfo Landeros, el camión se detiene y los somnolientos pasajeros bajan para conocer el lugar donde esa tarde habrá de llevarse la octava edición del Festival Aguas Blues. Saso y Karina se abrazan; Nacho, Mauro, el Gato Silic, Tomy y Big Bang Rouge buscan un poco de sol, y la Gioconda se asoma entre ellos con gesto travieso; con el Teatro de Aguascalientes como fondo, dos Señoritas abrazan a cuatro entumecidos argentinos; toda la banda decide copiar la escena y registrar su primera estación; Male Rouge, cuyo mejor humor no es el de las mañanas, finge una sonrisa para la posteridad; Agus se desprende de sus zapatos de charol y los fotografía, entre el desconcierto de los presentes y sin saber que está creando la imagen con la que Rafa abrirá, meses más tarde, Aguascalientes on my mind, la película. Con el mayor de sus bostezos y cariñoso como es, Mauro abraza a su paternal Agus y algo le susurra con esa sonrisa pícara que Mahatma Néstor le ha dejado en su rostro: Sabés, Agus, soñé que CENSURADO.

¡…’uta, madre! –responde su confidente, pero un grito impide que la plática agarre calor.

¡Ya estuvo, jovencitas! –grita Lalo a todos los desbalagados-. Vámonos al Hotel Villa Manzanares. Recoge tus zapatos, Agus, que están muy bonitos.

Con la pachorra del sopor, el deseo de darse un baño y las ansias de desayunar, suben todos al camión, que toma la Avenida de Las Américas y se detiene en el Hotel Villa Manzanares. Ahí quedan instalados el Polaco, Nariz, Tommy, Male, Mauro, la familia Serrano Ostos, la Gioconda y el Gato Silic. El resto (Octavio, Jaime, Raúl, Agus, Jorge y su señora esposa, la nunca bien ponderada Muñequita Escalante) van a parar a otro lugar de hospedaje, no sin antes tener el primer encuentro, en la calle, con dos negros de aspecto maravilloso: John Lee Hooker Jr. y John Handy Jr., voz y batería de la banda extranjera que esta noche cerrará el Festival de Blues de Aguascalientes. Es Juan Manuel Muñoz, miembro fundador de Amigos del Blues, quien los acerca a nuestra acera, y Raúl de la Rosa, diestro en el arte de presentarse a sí mismo, entabla inmediata conversación con el hijo de John Lee Hooker, para hacerle saber que él conoció a su padre y que en 1978 tuvo la oportunidad de traerlo a México…

-Pues, sí, mi querido John, traje a tu padre hace ya la friolera de 26 años, con la perversa intención de cumplir un sueño personal: tener al boggie man en el Primerísimo Festival de Blues en México. Tocó entonces en la Sala Nezahualcóyotl y en el Teatro del Ferrocarrilero.

Nosotros estuvimos ahí, ¿te acuerdas? –se dicen con los ojos el Dandy del Blues y Agus, al tiempo que paran sus viejas orejas para entender algo de lo que dice Raúl, cuyos sabrosos monólogos dejan sin habla a hombres y mujeres de todos los colores.

-Si te dijera que entonces logré convocar a una multitud de jóvenes, no me creerías; pero así fue. Los chavos salieron de sus hoyos funkies para ver en persona al papá de sus ídolos blancos.

Nosotros no salimos de un hoyo funkie, sino del Tom Boy, ¿te acuerdas? –se sonríen con los ojos el Dandy del Blues y Agus, al tiempo que aguzan sus viejos oídos para entender todo lo que dice Raúl, cuyos sabrosos monólogos se fortalecen con esa capacidad que tiene para romper las barreras proxémicas de sus interlocutores.

-¿Sabes qué tartamudeó tu papá después de los conciertos en México? Dijo: ¡Hoy he vuelto a nacer! Ese año hizo harto frío en la ciudad (it was too fuckin’ cold), y tu padre se la pasó en su habitación de hotel, encobijado y viendo la serie mundial por televisión. Hubieras visto su clásica sonrisa cuando le llevé un pollo frito. ¡Se lo zampó completito, el cabrón! Y es que tu abuela preparaba un fried chicken estilo Mississippi de rechupete, de veras, así que no dudé en ganármelo por ese Edipo que todos guardamos en el paladar.

Esto hace suspirar a la Agus, que nunca olvida a su santísima madre, la sempiterna María de la Luz, diosa de diosas y cocinera celestial, dueña de una fórmula perdida para preparar las más suculentas bolitas de arroz en caldo de jitomate. ¡O tempora, o mores, que la lengua tiene memoria!

Y mientras Agus evoca en su boca, los demás chilangos recuerdan, con la palabra pollo, la mayor de sus prioridades, que es despedirse ya de los juanes, para romper de una vez por todas el ayuno carretero.

No saben aún lo que les espera en el lugar de su alojamiento.

Seis personajes en busca del merecido descanso llegan a una pequeña posada, ubicada a seis cuadras del Hotel Villa Manzanares. En ese preciso instante (permítanme el ejercicio de estilo), espesas nubes grises esconden los flecos dorados del sol, como si una voluntad ominosa quisiese pronunciar en este punto del universo el más tenebroso de sus mensajes. Las aves, que apenas hace rato tejían con su trino el aire y los pirules, han quedado inquietantemente mudas, y un escuálido gato escapa de sí mismo entre los pies de Raúl de la Rosa.

Apenas si es posible distinguir, entre las sombras, la cara mofletuda de Madame Paché, la mujer que ahora atiende la recepción. En sus palabras, de amabilidad sincera, se cuela, sin embargo, un viento frío, como el que puede sentirse al acercar el rostro a los resquicios de una tumba centenaria.

Maletas al hombro y petacas a rastras, arrugas sobre arrugas, desorden de cabellos, ojos irritados y voz desvelada. Con ese aspecto desalentador, los seis personajes toman el angosto pasillo que lleva a cada una de las habitaciones. El Dandy del Blues, tan poco afecto a compartir ciertos espacios, elige a Agus a como room mate, pues a fin de cuentas ha dormido con él en otras ocasiones, bajo casas de campaña e incluso dentro de un Opel estacionado en medio de los setenta.

¿Se dan cuenta? –pregunta entre dientes Jorgibus, el bajista de las Señoritas de Aviñón.

¿De qué, manito? –interviene su señora esposa, que lo abraza como si en cualquier momento se le fuera a escapar.

Estamos dentro de la jurisdicción gemátrica de la bestia bíblica –responde el consorte con voz temblorosa-: Apocalipsis de San Juan, capítulo 13, versículo 18…

Con voz melindrosa, Jaime, que sólo espera charlas de orden culinario, señala su desesperación:

-¿Jurisdicción gemátrica? ¡Yorch, estamos en el Hotel Villa San Marqueña! Además, ya me ando por unos huevos rancheros y una Coca-Cola.

-El número gemátrico, mi querido Yeims, es el obtenido con la combinación de las letras de una palabra o una frase, incluso de oraciones, párrafos o textos completos.

-¡Gemátricos mis tanates! –suelta Octavio entre risas. El bajista responde como siempre lo hace ante las mofas del Dandy: irguiendo el dedo cordial de la mano derecha a la altura de su propia nariz y sumando argumentos a su favor (meses más tarde, entenderemos el gesto de Jorgibus como un mal de dedo hacia Octavio, pues seremos testigos de ciertos padecimientos del Dandy, que comenzarán en marzo de 2005 y que serán curados en abril por la acupuntura, gracias a Dios y para mayor gloria del blues).

-Fíjense. Nos encontramos en el sexto día de la semana, si ésta la contamos desde el lunes, de acuerdo a la norma internacional ISO 8601. Luego, observen la fecha. Andamos en el sexto día del mes. Por último, ¿cuánto suman los dígitos del año en curso?

Seis –responde Raúl, que ha seguido con atención la numerología jorgiana.

Pero nadie alcanza a sorprenderse ni a pensar en la advertencia de Jorgibus, porque la recepcionista ya indica a cada uno el cuarto que les corresponde.

Un silencio incómodo cruza el pasillo, y Madame Paché aprovecha para fijar su ardiente mirada en Yeims.

-Señor, ¿no tocó usted en The Commitments?

No, señora, no –responde seco Yeims, aunque sin desprenderse de su eterna y leve sonrisa. Porque, aunque le incomoda que lo confundan con Andrew Strong, el Deco Cuffe de la película de Alan Parker, algo hay en el equívoco que lo deja satisfecho.

Dos gotas de sudor corren por la frente del guitarrista, y se detienen antes de llegar a sus ojos totalmente abiertos, como de becerro lampareado. La mujer, de formas voluptuosas y escote incontinente, extrae de entre sus pechos una llave azul y extiende el brazo para entregársela a nuestro Deco, quien –a diferencia del verdadero Cuffe- nunca ha soportado tanta atención (es capaz de negarse a tocar un solo, si antes no apagan todas las luces del escenario).

Jorgibus y la Muñequita Escalante quedan instalados en el cuarto 03, Raúl de la Rosa entra al 04, Deco Holcombe va al 05. Jorgibus fija su mirada en Octavio y Agus, y de su boca emerge entonces el más patético de los susurros:

-Ustedes quedarán en el cuarto 06.

‘Ta bueno –responde sin miedo el impío y positivista Dandy del Blues. Por su parte, la Agus no acusa recibo de lo dicho, pues se encuentra encantado en la admiración que le provoca Madame Paché, una mujer que bien podría servir de hostess en Ruta 61, si Saso deseara mujeres voluminosas en el Hoochie Coochie Bar.

Continuará algún día.

1 comentario:

Unknown dijo...

excelente página, espero la continuación.
Esmeralda