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jueves, 21 de abril de 2011

Mi Angkor Wat


Amarillas de tiempo, cansadas de manos y ojos, las hojas de mi Ramayana se han vuelto quebradizas. Paseo con delicadeza por su tipografía a doble columna, durante mi vuelo de Los Ángeles hacia la Ciudad de México, después de una inolvidable estancia en el Reino de Camboya en 2006.

También, escribo estas líneas.

Si buscamos las raíces fundamentales de la historia y su movimiento, no tenemos más remedio que volvernos hacia el Oriente, con su Buda rebelde y sus jonios fundadores del pensamiento libre.

Las lámparas del Asia todavía nos alumbran –dice el poeta asturiano Jesús Aller.

Me hice acompañar del libro de Valmiki porque la arquitectura de Angkor, zona de templos construidos entre los siglos IX y XIV, está inspirada precisamente en pasajes del Mahabarata y de la historia de Rama, séptimo avatar de Vishnú, el omnipenetrante mantenedor del Universo.

Es cierto, la distancia entre la India y Camboya es considerable; pero el Asia, como la América latina, comparte entre sus pueblos una historia cultural que los une en estéticas, filosofías y creencias semejantes.

A diferencia de muchas construcciones indias, Angkor Wat, templo principal y orgullo de los camboyanos, no despliega erótica sino épica: el juicio de Yama y la caza de una serpiente por los dioses y los demonios en el océano de leche, por ejemplo. La epopeya hindú se desarrolla en todos y cada uno de los conjuntos arquitectónicos: el enigmático Bayón, La Terraza de los Elefantes, la pirámide de Baphuon, la Solana del Rey Leproso y el Ta Prohm, santuario budista levantado del suelo por la fuerza de las raíces de una jungla voluptuosa.

Angkor Wat se encuentra a sólo seis kilómetros de Siem Reap. Sin embargo, llegué primero al aeropuerto de Phnom Penh, pues quería cruzar el Tonle Sap, un lago-río. Viví entonces dos emociones simultáneas, aunque aparentemente irreconciliables: el gozo casi místico de una naturaleza (que parece proponernos la renuncia absoluta a toda modernidad) y la dolida indignación ante la miseria de muchos camboyanos que viven en casas de madera a orillas del agua. En los rostros de los adultos se percibe el recuerdo de un viaje colectivo al infierno, como llama Aller a la barbarie de Pol Pot y sus jemeres rojos, en los años sesenta.

Me registré en el Hotel City Angkor, el más moderno de la ciudad, con la idea de estar cerca de los templos majestuosos, contemporáneos del gótico europeo y el posclásico tolteca (Tula). Como Teotihuacan, aunque con diferencias en el tiempo y en la naturaleza que la rodea, la selvática Angkor Wat es también una ciudad sagrada, y para disfrutarla es conveniente hospedarse cerca de ella.

Desde el City Angkor podía llegar en veinte minutos a la zona de templos, a la hora que yo deseara: de madrugada, para escuchar el cántico anaranjado de los monjes budistas; a media tarde, para vivir el arrobamiento del espíritu que provoca la llegada del ocaso al lugar.

Pagué los sesenta dólares correspondientes a una semana de visita, y me dispuse a recorrer en bicicleta uno de los más alucinantes conjuntos arquitectónicos del mundo.

El primer día, al acercarme a la mítica ciudadela, una mariposa que revoloteaba en el camino decidió posarse sobre el manubrio de mi vehículo. Sonreí al recordar al naturista francés Henri Mouhot, quien una mañana de 1859 descubrió las ruinas de Angkor Wat, precisamente al seguir el aleteo de una lejana abuela de mi mariposa. Se encontró, entonces, con la muda presencia de templos que alguna vez habrán sido el centro religioso de la nobleza jemer.

Reviso ahora el desorden de mis notas, hechas a mano durante los cinco días en que recorrí Angkor Wat, y descubro en ellas un tejido de emociones cuya espontaneidad no quiero modificar:

Galerías interiores. Seno cósmico de Kali: Coatlicue hindú, madre nutricia, madre destructora. Penumbras y luz que sabe a agua (cosas y eventos son manifestaciones diversas de la misma realidad, la última realidad, Brahman, la cúspide, esencia de las esencias). Buda es aquí ubicuo y se asoma entre palmeras, líquenes y plantas trepadoras. Cinco torres en forma de loto. Dioses adormecidos en medio de una jungla silenciosa. Enormes raíces se asoman en toda la superficie. No estoy en la India, pero temo encontrarme con los monos infantiles y traviesos de Rudyard Kipling. Las apsaras (ninfas acuáticas) sólo aceptan el sueño, y deslavan la presencia de otros poderes. Referencias, evocaciones: pienso en el Taj Mahal, muy posterior a Angkor Wat y en un escenario absolutamente distinto: en términos occidentales, hablaríamos de un barroco hindú y de un clásico islámico. A diferencia del mauseleo de Mutmaz Mahal, que se levanta en un entorno urbano, los templos de Angkor parecer haber brotado de la misma jungla, como si ése fuera el paso siguiente en la evolución de las plantas y del cosmos entero.

 

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