Médan, Yvelines, Île-de-France, 1879 (elijo este año para
mediar entre dos hechos comprobables: Zola adquiere la quinta de Médan en 1878
y Las veladas de Médan aparecen publicadas en abril de 1880). Un sexteto de
escritores se reúne durante varios días en la hermosa casa que habita Èmile
Zola. El ya entonces famoso autor de Teresa
Raquin (1868) y El vientre de París
(1873) es el mayor de los seis (treintainueve años de edad). Aún faltan cinco
años para Germinal y casi tres lustros
para concluir el proyecto novelístico de
Los Rougon-Macquart.
En casa de Zola se encuentran con él Paul Alexis (32
años), Joris-Karl Huysmans (31), Guy de Maupassant (29), Henri Céard (28) y
León Hennique (28). Discuten sobre literatura y sobre arte en general, y
organizan grandes comilonas. Emilia Pardo Bazán los imagina como caballeros florentinos contemporáneos de
Bocaccio.
Inspirados por sus conversaciones de declarado
anti-romanticismo los contertulios escriben cada vez que logran separarse. Durante
los encuentros nocturnos, algunos de ellos en “la gran isla de enfrente” (Île
du Platais), conversan y leen en voz alta sus escritos.
Descubro la casa de Zola en Google Maps: hoy es el número
26 de la Rue Pasteur y hace esquina con la Rue Émile Zola (la placa dice
“Avenue”), que lleva precisamente a un discreto muelle. Ahí, en un brazo del
Sena, se habrá entretenido esta peculiar camarilla. Puedo imaginarlos. Flotan en
barca e intentan pescar, como Monsieur Patissot, el encantador personaje de
Maupassant, aquel cándido paseante de Los
domingos de un burgués de París, novela corta cuya publicación coincide con
las últimas veladas en Médan y con la muerte de su amigo y protector Gustave Flaubert
-1880).
Maupassant lleva a Monsieur Patissot a la casa de Zola, y
aprovecha la visita ficticia para describir al padre del naturalismo, quien
entonces tiene cuarenta años de edad. Zola, dice Patissot, es “un hombre de mediana
estatura, bastante grueso y de aspecto bonachón. Su cabeza (muy parecida a las
que podemos ver en muchos cuadros italianos del siglo XVI), sin ser hermosa en
el sentido plástico de la palabra, ofrecía un aspecto de fuerza e inteligencia.
Tenía el pelo corto, levantado sobre una amplia frente, y una nariz recta,
esculpida como a golpe de cincel, rotunda, encima del labio superior, sombreado
por un espeso bigote; y todo el mentón cubierto de una barba rala. Su mirada
era profunda, a menudo irónica, penetrante; se notaba que allí trabajaba
un pensamiento siempre activo, adivinando las intenciones de los hombres,
interpretando las palabras, analizando los gestos, desnudando los corazones.
Aquella cabeza redonda y fuerte se correspondía bien con su nombre, corto y
eficaz, con dos sílabas saltando entre dos sonoras vocales”.
Patissot tiene también el honor de conocer, en Poissy, a Jean-Louis
Ernest Meissonier, quien entonces cuenta ya con 65 años de edad. Queda Patissot prendado de la barba del pintor, “una barba de profeta, increíble, un río, una
cascada, un Niágara de barba”.
Meissonier no me cae muy bien porque impidió que el genial Gustave Courbet participara en el Salón de 1872, no por razones estéticas sino por desavenencias políticas (un año antes, Courbet había colaborado con el gobierno de la Comuna de París). Sin embargo, no comparto el desprecio que le tuvo Baudelaire, quien llegó a llamarlo "gigante enano". El poeta comete el mismo error del pintor, el de confundir al artista con su militancia política.
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