Ayer, once muchachos nacidos en Irán se enfrentaron deportivamente a once jovencitos casi todos nacidos en México. Durante noventa minutos, los veintidós mozalbetes disputaron con civilizado encono y sólo con sus pies la propiedad de una pelota, mueble que apenas tenido se buscaba introducir en el zaguán contrario (el nombre no es exacto, pero tampoco el que se acostumbra utilizar en el deporte de marras –portería- pues se trata en realidad y simplemente de un enorme bastidor que sostiene un curioso aparejo hecho con cuerdas trabadas en forma de malla; es, pues, un pescador de patos o palomas de bajo vuelo –que para eso serviría en tiempos de hambre-).
En eso consiste el retozo, y todos entendemos su simbolismo erótico y bélico: la cosa es vencer al enemigo e introducir el balón en su ermita (mi trigo en tu artesa, como dice Octavio Paz en Maithuna).
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De todo esto me enteré mucho después de que la reyerta terminara, porque muy temprano, mucho antes del mediodía, decidí esconderme de un pleito que no es mío y que no pienso adoptar. No tengo nada en contra de las guerras floridas, pero soy de los que después de cinco minutos descubre que nadie va a morir de verdad, y entonces empiezo a bostezar.
P.D. Una de las acusasiones que hace Fiodor (misógino) es gratuita y nada tiene que ver con este texto. Se la sacó de la manga.
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