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Fue el 27 de julio de 1974, en el Teatro del Ferrocarrilero, cuando vimos y escuchamos a Chuck Berry divertirse con sus propias canciones, que ya entonces eran para nosotros modelos rítmicos y melódicos. Y entre una serie de himnos paradigmáticos, Sweet Little Sixteen me arrancó las lágrimas; sin embargo, no pude enjugármelas porque mis manos estaban ocupadas con la grabadora y el micrófono que llevé para registrar todo el concierto (aún conservo el caset de aquella noche de hace 37 años).
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Vivimos a un Chuck Berry de 48 años, ataviado con camisa floreada y pantalón color amarillo canario, enorme y en plenitud de facultades: descuidado, irresponsable, encantador, juguetón, momentáneamente desafinado, fuera de ritmo a veces.
Aquí juntito, Berry juega con Keith Richards, su mejor discípulo (¡y vean quién está atrás: el mismísimo Johnny Johnson!).
Repito: Sweet Little Sixteen es una de las obras maestras del género, así que hemos de suscribir las palabras de Lennon (cito de memoria): El otro nombre del rocanrol es Chuck Berry.
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